miércoles, 12 de diciembre de 2012

De la Vanidad y la Humildad

Olga era ya una mujer mayor, se había pasado la vida haciendo cosas buenas por los demás, según como ella lo entendía. Estaba segura de tener un alma limpia y de haberse ganado el cielo. Y todas las noches antes de irse a dormir oraba a Dios pidiéndole que le mostrara cómo se veía su alma. Olga gozaba de una buena posición social y debido a esto siempre había podido compartir con las personas menos favorecidas. Para ella compartir significaba dar todo lo que le sobraba, comprar alimentos baratos para quienes no podían comer, dar limosna a los niños que encontraba en la calle, repartir los muebles viejos de su casa y regalar todos sus zapatos usados. Olga siempre gozó de perfecta salud por lo que se sentía agradecida y nunca visitaba a nadie enfermo para no molestarlo y hacerlo sentir peor, jamás asistió a ningún hospital pues eso era entorpecer la labor de quienes trabajaban allí, en ningún momento cuidó a alguien que se sintiera mal salvo a sus propios hijos y ninguna vez dejó de aportar dinero a los Bonos de la Salud, la Sociedad Anticancerosa y la Cruz Roja, con lo que estaba segura de dar una ayuda desbordante a los enfermos que no tenían tanta suerte como ella que nunca se enfermaba. Olga además aportaba trabajo a los pobres contratando en su casa mucho personal doméstico que jamás podía comer, sentarse o hablar con ella presente, con lo que indudablemente contribuía a la educación formal de esas ¡pobres gentes sin educación ni talento! Así que Olga se había asegurado su lugar junto a Dios en el cielo y con la conciencia de tener derecho a ello cada noche elevaba la misma oración – “Por favor Jesús muéstrame mi alma antes de llevarla junto a ti, pues quisiera saber cuan luminosa he de verme en el cielo, Padre nuestro…”-. Una tarde en la que Olga se encontraba cómodamente instalada en el sillón de su casa tejiendo y viendo la televisión, sonó el timbre en la entrada. Perezosamente Olga se levantó y se dirigió al pórtico y sin prestar mucha atención abrió la puerta. Frente a ella se encontraba la muchacha más sucia, desarrapada y andrajosa que jamás hubieran visto sus ojos. Olga se tapó la nariz pues casi no soportaba el olor exhalado por aquella chica. Y estuvo a punto de cerrar sus párpados para no tener que ver aquellos pies negros de tierra, aquellos trapos rotos y sin color definido y aquella cara llena de sucio, barro, mugre y quien sabe cuantos germenes y hongos que aún podía albergar, y además tenía la cabeza llena de piojos. No era posible verla sin sentirse desagradado y mal. Pero como Olga era una persona piadosa se compuso como mejor pudo para preguntar - ¿Quién eres? Y ¿Quién te envía?- . La muchacha entonces le contestó – Soy Alma y me envía Jesús-. Olga no podía creer lo que escuchaba, su mundo entero se le vino encima, sus recuerdos comenzaron a girar en su memoria frente a sus ojos, tan rápidos, que se mareó y se desmayó. La pobre Alma no supo que hacer, Jesús el dueño de la tienda le había enviado ante aquella señora para que le diera trabajo, él le había dicho que ella empleaba muchas personas en su casa y ahora ¡perdería la oportunidad de tener un empleo! todo el mundo pensaría que era su culpa la caída de la señora y ¿si le pasaba algo? Alma salió corriendo y le avisó a un vecino, quien llamó a una ambulancia que recogió a Olga y la llevó a la Clínica donde pasó dos días en recuperación. Desde entonces Olga cambió. Se dio cuenta de la terrible realidad en la que había vivido. Todo lo que consideraba que cumplía de modo humilde y bueno había sido hecho con orgullo y vanidad y Jesús se lo enseñaba ahora. Lo primero que hizo fue darle gracias a Dios por mostrárselo a tiempo y ofrecerle aún algunos años para reponer sus faltas. Olga arregló su enorme casa y la convirtió en un refugio para los niños y ancianos de la calle que no tenían donde dormir. Se quedó con siete vestidos y los demás los dio a la gente que veía sin nada decente para ponerse encima. Desempolvó su viejo titulo de maestra y le enseñó a leer y a escribir a muchos adultos que no habían podido hacerlo. Y organizó su jardín de manera tal que cada perrito, gato o pajarito abandonado pudiera vivir y comer allí. Sus viejas amistades la abandonaron por loca y excéntrica y aún sus hijos ya no la visitaban nunca pues ella siempre estaba acompañada y ocupada con alguien por atender. Y perdió su posición social en el club por no asistir, y su renombre por no hacer nunca más contribuciones en efectivo a las instituciones de salud. Pero se llenó de sonrisas verdaderas, de lujos del alma y de amor por todos lados, los niños, los viejos, los adultos y los animales en su casa la adoraban. Y así fue como un día Olga murió, en medio de la fiesta de bodas de Alma, aquella chica que una vez tocó a su puerta en nombre de Jesús. Y ese día, cuando calló de la silla donde estaba sentada durante la ceremonia, todos corrieron hasta ella para atenderla y fue Alma lo último que Olga vio antes de morir. Y Alma se presentó ante sus ojos, luminosa y blanca, hermosamente vestida con su traje de novia.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La Memoria del Árbol

Finalmente la edad alcanzó a mi padrino como el rayo al árbol del jardín, que golpeándole con todo su poder, le dejó mutilado como a un muñón, como a una araña desesperada cuyas patas de raíz profunda se aferraban a la tierra. Conocí al padrino durante la época en la que Felipe y yo solíamos ocultarnos en todas partes para descubrir nuestras propias partes ocultas y compartir el deseo sin límite de la adolescencia. Felipe solía aferrar sus miradas a mis largas trenzas de Rampunzel, hasta que encontró el valor de trepar por ellas y llegar hasta mi boca sedienta y beberse todos mis rincones húmedos. En una de aquellas avanzadas nos encontró el padrino en plena fuga por la pared del muro del lavadero, única salida segura y fuera de la vista del tropel de gente que venía a casa de Felipe junto a sus padres. Salida no tan segura luego de aterrizar del otro lado del jardín y darnos cuenta de que los ojos sombreados y profundos del padrino nos miraban con una sonrisa burlona. Ese día decidió preocuparse por mí, no por Felipe, su verdadero ahijado, a quien conocía lo suficiente como para describirle como a un alumno avezado, devorador de conocimientos y genio en el uso de la palabra, quien solía salir bien librado y con la frente en alto de toda prueba que le impusieran la vida o los entrometidos en ella. Se preocupó por mí y quiso darle un sentido útil a las ideas que se desparramaban junto a mis largos rizos negros. Así fue como al siguiente día me encontré con el padrino en el porche de su casa, sentado frente a una mesa baja repleta de libros y otros cuantos pergaminos regados a la altura en la que el suelo le permitiera disponer de ellos. Alzó sus ojos despejados y me miró alegremente, se contagiaba de mi ingenuidad tanto como yo me contagiaba de su pasión por los libros viejos. -¿Qué te gustaría leer?- Me preguntó en seco. -De todo- le dije en plena franqueza. Se levantó ágil, riendo, con esa risa suya tan corta y tan pegajosa, que se fijaba como la miel en la boca y en los dedos –Por supuesto- respondió. Se desperezó, bajito, como los gatos, se abrió paso entre los documentos que llenan al mundo de sabiduría y me invitó a pasar al salón de su casa. Al entrar nos envolvieron por igual la oscuridad del recinto y el olor a guardado de multitud de libros que se apiñaban y luchaban por destacarse entre las largas estanterías que poblaban la casa del padrino, la sala, los pasillos, los cuartos, el vestidor y hasta la entrada de los baños. No había yo podido imaginar ni en mis sueños más subrayados aquella estampa de vida imaginativa y penetrante que era capaz de envolverme todos los sentidos, la vista con sus carátulas, el oído con sus voces, el tacto con sus páginas cerradas, el olfato con sus hojas viejas y nuevas y el gusto por tragarme todo el conocimiento inmaterial del mundo. -Todo esto está a tu disposición, escoge lo que quieras- dijo y agregó – aunque yo comenzaría con esta colección de autores latinoamericanos tan olvidados al lado de los franceses- y me puso en las manos un grupo de cinco libritos viejos, gordos y encuadernados como los troncos tiznados de los abedules. Salimos de nuevo al sol y él a su trabajo. Llegué a casa de Felipe con mi tesoro, que rodó por el suelo de su cuarto mientras nosotros lo hacíamos en un enredo de sábanas y silencios sospechosos. En aquellos primeros libros encontré voces nuevas, selvas ignoradas por la humanidad, ríos desbordantes, palabras cargadas de significados nativos, caminos abiertos a fuerza de pura voluntad y machetazos, cielos despejados e inalcanzables. Así se me antojaba por entonces mi parte de esta América recién colonizada por mí y descubierta hace apenas unos quinientos años por la antigua historia. La casa de Felipe colindaba con la de su padrino, separada apenas por un riachuelo que serpenteaba cortando el verde por los jardines de ambas y cerca del cual Felipe y yo solíamos sentarnos (me sentaba yo con las piernas recogidas, él se acostaba en toda su extensión con la cabeza encima de mis piernas) y mirábamos el atardecer. Los ángeles venían a posarse entre los árboles del bosque en el jardín y sus voces apenas audibles susurraban mentiras encantadas que yo solía verter en los oídos de Felipe. Aquellos ángeles al entrar en las casas habitadas se transformaban en sombras que orientaban mis pensamientos y mis pasos y que en casa del padrino se transformaron en la estampa que sus hijos se acostumbraron a ver al encontrarme buscando libros entre los pasillos, sentada en el suelo hojeando documentos, encaramada en las sillas alcanzando textos, embutida en los sillones recubiertos con sábanas del salón, donde la esposa de mi padrino prohibía toda entrada y donde los ángeles compadecidos me ocultaban de sus ojos. Uno de aquellos ángeles se llamaba Carlitos. Era la cicatriz en el corazón del padrino y el dolor secreto de aquella casa. Yo lo encontré un día, cuando buscaba libros de poesía y sueños. Una mano suave me condujo a un ejemplar pequeño, encuadernado de azul, revestido de hojas blanquísimas, cuyas letras exteriores titulaban la obra “Más allá de los espectros”. Su voz cautivó mis sentidos tanto como lo había hecho la casa de su padre. De haber conocido a Carlitos habría visto a un muchacho mayor que yo, silencioso, con una genialidad sorprendente para tocar el piano y una sensibilidad extraordinaria para entender los avatares de la existencia mundana tanto como los azarosos contra telones del teatro, la ópera y las tragedias griegas. Carlitos tenía además una pasmosa intuición para los idiomas, en especial para las lenguas muertas, aquellas que sólo algunos (entre ellos aquel ángel) tenían la potestad de hablar luego de haberse dejado de escuchar en este mundo. Luego de su muerte, el padrino se dedicó con paciencia de padre herido a recolectar la obra precoz de su hijo, quien había dejado su voz de poeta en las carátulas de los discos, los porta vasos de papel del cafetín de la universidad, las servilletas de los cumpleaños, los cuadernos de sus tareas, los infinitos papelitos regados por todos los cuartos y las últimas páginas de sus libros favoritos. La voz de Carlitos resonaba con insistencia desconsolada entre los muros de la casa y años después se llevó consigo la vida de su hermano Roberto, sellando para siempre la agonía en el corazón de mi padrino. Felipe acostumbraba preguntarme por las incursiones que mi ávida curiosidad me obligaba a llevar a cabo entre los libros, y algunas veces se mostraba celoso ante la idea de no encontrarme en las tardes entre los límites tendidos por sus redes de amante inicial. Yo era su hada desobediente y tenía por costumbre alargar hasta más allá de sus términos su interés creciente por mí para incluirlo en mis paseos por entre el mágico mundo sombreado de mis afectos. He de reconocer que de no haber sido por Felipe se habrían negado a mi alma los sabores más simples del que hacer cotidiano. Felipe amansaba con sus largos dedos de sabio al lobo estepario que aullaba sin cesar en medio de mi pecho y conseguía hacerlo dormir a fuerza de descubrir mis habilidades de piel inédita, el desplome de mi cabello oscuro sobre su espalda, y el centro mismo de mis deseos más ocultos. Luego se levantaba como león triunfante sobre mi cuerpo dominado y lanzaba al mundo su rugido de dueño y señor de todas mis tierras. A toda la familia le parecía que muy en el fondo Felipe y yo congeniábamos en nuestras diferencias. A mi me encantaba verlo romper en su corazón y en su mente las barreras que le imponía a su conducta su recto proceder y su organización metódica, y mientras Felipe se movía con seguridad prodigiosa en el mundo de los adultos, yo me divertía descubriéndole escondido junto a mí bajo la cama de su hermano mayor, saltando cercas y muros para ingresar como prófugo a su casa, descubriendo nuestros juegos de manos salpicadas en la sala del cine local, usando los pasillos para fugaces encuentros de luna de miel, y revoloteando juntos entre los cuartos vacíos mientras los demás celebraban cumpleaños o navidades. En aquellos encuentros coloreados por lo prohibido cualquiera hubiera podido descubrir lo extraño que parecía el cuarto de Felipe tan empeñadamente silencioso estando él adentro. Supongo que sería por este motivo, porque en sus ojos se veía lo que escondíamos juntos, por lo que su padrino decidió quererme tal como yo era, un descubrimiento trascendental en la vida de su ahijado, una línea divisoria entre lo que Felipe ambicionaba para si mismo y lo que deseaba recibir de la vida a cambio. Tras la revelación de mis primeras sensaciones de mujer anticipada, se manifestó ante mí, desnuda en toda su extensión, la atracción impúdica que ejercen las palabras escritas, cuyos significados, deseos y mensajes viajan inmortales en el tiempo y superan las ideas iniciales de su creador, emergiendo en nuevos mundos y pululando en mentes que hacen erupción luego de haber digerido sus recados. El padrino era un experto en el conocimiento imperecedero de las palabras, su mundo estaba cargado de amigos con tres mil años de diferencia, que se entendían en idiomas que ninguno hablaba, superando la torre de Babel y la muerte. Esos amigos habían escrito para él sus mensajes a través del tiempo en pergaminos que llegaban a sus manos. Los libros de mi padrino eran como botellas mensajeras recogidas del inmenso mar de las emociones y los deseos humanos. Él sabía cómo hacer bien su tarea y se encargaba de infiltrar dichos mensajes en cada mente nueva que se tropezaba en su camino, por eso se vio en la necesidad de fundar una facultad de literatura en nuestra ciudad- pueblo, que se pobló y aún se puebla de oídos hambrientos, caldo de cultivo para las ideas inmortales. Y allí estaba yo, no se por cual giro del destino, sentada en el sofá de la casa del padrino escuchando de su voz profunda el Cantar de los Cantares, escrito en la Biblia hace unos milenios y que él recitaba para mí como si ayer hubiera hablado con Salomón, aquel rey que empeñaba su vanidad en ser sabio. ¿Era sabio Salomón?- yo preguntaba y mi padrino reía, con su risa de hipo pegadiza.- Debió haber sido sabio porque en sus voces se escucha la felicidad- me decía él y yo replicaba – ¿Los sabios no son serios? ¿Que es primero, ser feliz o ser sabio?- con infinita paciencia mi padrino descubría ante mí las verdades crudas del día a día - ¿No es ser feliz el máximo tesoro? ¿Se puede ambicionar más felicidad luego de serlo? ¿Quien es mas sabio, el tonto que disfruta el mundo maravillosamente extendido a su alrededor o el sabio incapaz de sentir felicidad?- por entonces yo sólo intuía el significado del maravilloso legado de mi padrino, la elocuencia de sus sonrisas, la dulzura de sus palabras imperecederas. Mi padrino decía que los días se suceden unos a otros y los libros unos a otros también, parece que el mundo creado por las palabras es tan infinito como el tiempo. ¿Cuantos autores puede haber?-¿tenemos tiempo de leerlos a todos?- ¿No se repiten unas a otras las ideas?- ¿era posible que mi padrino encontrara respuesta a mis turbaciones?- Sólo te puedo contestar- decía él con su entendimiento curtido- que el raciocinio aprende a ser finito, el cerebro pone límites a su capacidad, pero el corazón no los impone, el amor crece de manera infinita, aun el amor por el conocimiento, que nos vuelve intuitivos para entenderlo-… Por aquel tiempo también entendí el concepto del amor infinito, ese que toca la esencia real de lo que somos. Una vez que se exhibe ante la ventana del alma ya no se puede vivir sin él, o mejor dicho, se dedica a pintar a su modo todas las actuaciones de nuestra vida. Y la vida y el pensamiento no vuelven nunca la vista atrás. El amor infinito aparece en un segundo, un mínimo instante en el que se vislumbra su alcance, en el que se produce la muerte de un yo anterior. Algunos afortunados logran plasmarlo en papel, en música, en colores o en palabras. En ese momento el arte se transforma en belleza, en perfección perdurable. Yo era todo oídos a las conjeturas de mi padrino. El discernimiento perenne nos encuentra un día habiendo tropezado con nosotros por casualidad, y en su instante de revelación somos testigos de lo infalible, del destino aún no escrito, de lo involuntariamente puesto por delante. Así fue como pude ponerle nombre a mi relación con Felipe. Al principio era todo manos, mi blusa abierta, los senos atrapados in fraganti, el bálsamo de la humedad recién estrenada, pero de pronto mi vientre confuso, la respiración ahogada y nuestros dedos versados, lo convirtieron en una dimensión que extrajo el centro de mi avidez clandestina y la expulsó fuera de mi cuerpo, detrás de mis amparos, intoxicándome ante la idea de transgredir la muerte, donde lo único que podía alcanzarme era tragado por una eternidad inconfesable. Ese día Felipe y yo jugábamos en el patio de las guayabas de su abuela, corríamos bajo el sol de Marzo en un intento por ahuyentar falsamente nuestra impaciencia mutua, nos rociamos las manos y la piel con frutos desparramados y una manguera de agua abierta. En un momento inadvertido entramos a toda fuerza en la casita oscura de bahareque y carrizo de la abuelita en medio del jardín, nuestra respiración entrecortada nos advirtió que el sitio se hallaba vacío. El juego continuó cuando empezamos a tirar alegremente de nuestras ropas, seguimos lanzándonos las frutas ahora envueltas entre los zapatos y las franelas mojadas. El juego se detuvo cuando nos miramos a los ojos. En los ojos melados de Felipe descubrí lo inexplicable. Él se acercó a mí y terminó de quitarme lo que quedaba de mis prendas, traté de protegerme visiblemente, él se detuvo. Sonreí al mirar sus ojos suplicantes. La sonrisa rompió sus barreras y descubrí que había cedido mi terreno, nos batimos en un duelo diáfano, no quedaba ni un sólo centímetro de nuestras pieles fuera del alcance de la imaginación de las manos, no se desperdició ni uno sólo de mis quejidos, no hubo un único lugar donde la curiosidad de Felipe no encontrara su consuelo. El vértigo se apoderó de mí con un sentimiento de abandono por lo que estaba haciendo posible, pero no hubo vuelta atrás, el vértigo cómplice me llevó más lejos de mis deseos infantiles y me mostró de frente el tiempo que me quedaba de vida. Fui sorprendida por la zozobra inexorable de revelar el secreto más oculto en el corazón de Felipe. Por unos instantes finales me transformé en la dueña absoluta del poder de detener el tiempo y dejar intactos el silencio que nos envolvía, la quietud de todo lo que nos rodeaba, el sol diminuto entrando por la ventana, los muebles insinuados y el aire oscuro del cuarto cerrado. Cuando lo conocí, el padrino se dedicaba a vivir a plenitud cada instante en el que podía reconocer un vocablo, un sentimiento o un pensamiento, y para lograr su cometido había transformado su casa en el sacro recinto de la sabiduría y el jardín amplio de su vivienda en un santuario donde estallaba la vida. Cuando salía al edén- jardín de sus terrenos, el padrino se transformaba en una especie de San Francisco de Asís moderno, no hablaba con sus pájaros, ovejas, peces, ni perros delante de mí, pero yo sospechaba que entre todos se entendían muy bien, ya que todos acudían a verlo cuando el se les acercaba, incluso Felipe y yo solíamos agitarnos, envueltos en sendos uniformes azules con camisas beige, cuando nos hallábamos próximos a su presencia. Tanto como a los seres animados, mi padrino amaba a los árboles, sus mejores ideas (según él) le venían a la mente como frutos caídos de sus árboles, como la especulativa manzana que golpeó en la cabeza a Newton dándole origen a su teoría de la gravedad; así flotaban en el jardín las ideas naturales de mi padrino, se colgaban de los árboles, se diluían en la mirada de sus amados perros, se escurrían por entre el estanque de los nenúfares y poblaban los espejismos de su alma. Y así las encontré yo, claras y expresivas, mostrándose al alcance de mi mano entre las hojas, en el sonido de la lluvia, burlándose de los peces en el agua, haciéndome guiños desde los ojos de Felipe. Era imposible escapar a las ideas gritonas que me llamaban desde los lugares más recónditos y que mi padrino comenzó a enseñarme sin que siquiera yo pareciera darme cuenta exacta de lo que hacia o él pareciera sentirse afectado por ello. Al principio sus enseñanzas se confundían con los diáfanos colores de los días soleados, o los tristes grises de los días lluviosos, pero de pronto, derramándose como el agua al caer del vaso, las tonalidades comenzaron a aparecer vestidas de símiles donde yo identificaba a los recuerdos como hermanos que caminan a nuestro lado con las cabezas gachas, a los árboles como los amigos que siempre escuchan, jamás interrumpen y nunca abandonan, al cansancio de las viejas colinas bajo el sol, a la luz como la extensión blanca que rompe el azul enamorado del cielo, al tiempo que llora la muerte del paisaje entrañable, al amor como el casi imperceptible estremecimiento que llevan las ramas empapadas de savia encendida, a la paz como el único aire universal que respiramos todos. Felipe se reía de mis elucubraciones diarias posteriores a las reuniones con su padrino. Se reía y su risa era como la música que coloreaba mis sentidos y me hacia reaccionar con palabras y juegos que solían sorprenderme y sorprendernos juntos en apretados abrazos cargados de sol y grama verde que terminaban zurcidos a nuestra piel y se asomaban luego en la penumbra de las noches. No era posible saber cómo tanta luz no despertaba a quienes compartían nuestras casas. Cuando finalmente me despedí de él, mi padrino profesaba la humana necesidad de ser tocado, no sabía entonces si su mundo era real o acaso habría ya dejado la vida a un lado. Aún destilaba sencillez y sabiduría en sus pasos cortos, en sus pensamientos congestionados. Aún se deslizaba entre sus pasillos rebosantes de libros, entre sus muebles tumefactos de tantas ideas. Dejó su espíritu entre los papeles que plasmaron pensamientos en otros corazones humanos, incluido el mío, que nació latiendo pero aprendió a palpitar entre los jardines y los sueños de la casa protectora de mi padrino.

domingo, 29 de julio de 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE CENICIENTA

El príncipe se enamoró de Cenicienta no porque la vio hermosamente arreglada en la fiesta del palacio, sino porque la vio limpiando su casa ¿Cómo es posible? He aquí la historia. Andaba el príncipe rondando los veinte años y su padre el rey, cansado de verle vivir sin rumbo fijo ni dedicarse a ninguna cosa productiva, decidió que ya era tiempo de que aquel muchacho se casara y al menos sirviera para dejar en firme un fututo heredero para su reino. Así que tomando cartas en el asunto, el rey obligó a su hijo Felipe a visitar todas las casas de su reino en las que vivieran muchachas casaderas que estuvieran entre los dieciséis y los veinte años de edad. Una clara mañana el príncipe llegó a puertas de la casa de Cenicienta, que como se sabe, vivía con su cruel madrastra y sus dos inútiles hermanastras. Aquellas mujeres sólo se ocupaban de engalanarse y vestirse guapas diariamente. Nadie dice que fueran realmente feas, al contrario, eran chicas hermosas, cuyos rasgos se resaltaban bajo los trazos del colorete, las largas pestañas rizadas y los ojos delineados, y sus cuerpos lucían perfectos en los bellos vestidos con escotes reveladores. Cenicienta abrió la puerta al príncipe y lo invitó a pasar y sentarse, recibiendo apenas de él una sencilla mirada y unas desganadas “gracias”. Mientras sus hermanastras se arreglaban para deslumbrar al joven, Cenicienta se vio en la necesidad de barrer, limpiar el piso y pasar frente al príncipe con los montones de ropa sucia que debía lavar en las afueras de su casa junto al río. El príncipe no la notó, pero quedó deslumbrado con el arreglo formidable de las hermanas a quienes prometió visitar al día siguiente. La siguiente mañana las hermanastras pusieron mayor empeño aún en sus galas y se tardaron más tiempo en atender al príncipe que el día anterior. Mientras tanto, el príncipe posó, sin apenas notarlo, sus ojos en la bamboleante cadera de Cenicienta, en sus brazos de movimiento firme y en el desnudo cuello humedecido por el sudor, mientras ella iba y venía con el cepillo sobre el piso y el rostro jadeante. La siguiente semana el príncipe no supo bien por qué se empeñaba en visitar aquella casa donde lo único que veía era a esa muchacha con las faldas recogidas mientras pasaba los paños húmedos por el piso. Tampoco sabía bien, el príncipe, por qué no podía apartar de su pensamiento la cara sonrosada y sudorosa que opacaba incluso los hermosos rostros maquillados de las hermanastras. Luego de tres semanas el príncipe se permitió preguntarle a Cenicienta si acaso él podía ayudarla, mientras esperaba a sus hermanas, a llevar la ropa al río para que se le hiciera menos pesado el trabajo. Ella le dijo “sí” con los ojos brillantes. Al llegar al río el príncipe se sentó en la orilla. Cenicienta le pidió que se quitara las botas y sumergiera los pies en el agua, él así lo hizo y disfrutó del sol matutino junto a la vista de los pájaros, los árboles en la orilla y el suave deslizar del agua. Y disfrutó además del espectáculo que ofrecía la chica lavando la ropa. Todo lo que el príncipe anhelaba parecía encontrarlo al visitar aquella casa. Y entonces las hermanastras comenzaron a preguntarse por qué el príncipe finalmente no se decidía por alguna de ellas dos y le pedía matrimonio. La madrastra entonces resolvió preparar una celada al príncipe distraído y aquel día cuando llegó, le pidió a Cenicienta que le sirviera café al invitado mientras ella recreaba una entrada triunfal para sus bellas hijas frente al supuesto interesado. Cual sería la sorpresa de la madrastra cuando notó que los ojos del príncipe no se separaban de Cenicienta mientras ella le ofrecía , sonriente, el café. Comprendiendo de pronto la atracción del príncipe hacia Cenicienta la madrastra urgió un plan para acabar de raíz con el mal asunto y aquella noche se llevó a Cenicienta a la casa de un turco y se la vendió como esclava. Al día siguiente cuando el príncipe se vio obligado a hacer la visita a las hermanastras tiesas, perfectas, bellas y perfumadas se aburrió como una ostra y llegó enfermo a su palacio. El rey se angustió luego de cuatro días de postración del príncipe por una supuesta enfermedad que ningún médico de su corte podía curar. Una noche, uno de los guardias del príncipe le escuchó hablar en sueños de la chica de la limpieza. El rey obligó a venir al castillo a todas las muchachas limpiadoras de su reino y las metió al cuarto del príncipe una por una, pero ninguna lograba que este recuperara la alegría perdida. Un buen día Felipe recordó que Cenicienta solía tejer sus propias sandalias a mano. Se hizo un edicto real mediante el cual se establecía que cada una de las muchachas del reino debía tejer una sandalia para el príncipe. No importaba si se trataba de una gran señora o de una esclava, era una orden real. Tres noches después llegó a manos del príncipe la tan recordada sandalia de Cenicienta, traída por un turco al cual hizo entrar ante su presencia. Este le confesó que aquella chica cabeza dura había logrado escapar de su casa porque no quería ser su esclava. Felipe sabía donde encontrarla. Bajo la luz de la luna se dirigió a su establo, ensilló su más bello corcel y se fue cabalgando hasta el río, donde a esa hora vio a una muchacha a la que conocía bien, sentada junto a la orilla y con un pie descalzo sumergido en el agua. El príncipe desmontó y se dirigió hacia ella, se agachó y calzó su pie con la sandalia, ella lo abrazó llorando y le dijo que sólo podría amarlo si se casaba con ella (Cenicienta era pobre, no estúpida) Y así fue, se casaron, se amaron y habrían sido perfectamente felices de no ser porque el palacio era aún un lugar mucho más grande para limpiar que la vieja mansión de su madrastra.