domingo, 29 de julio de 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE CENICIENTA

El príncipe se enamoró de Cenicienta no porque la vio hermosamente arreglada en la fiesta del palacio, sino porque la vio limpiando su casa ¿Cómo es posible? He aquí la historia. Andaba el príncipe rondando los veinte años y su padre el rey, cansado de verle vivir sin rumbo fijo ni dedicarse a ninguna cosa productiva, decidió que ya era tiempo de que aquel muchacho se casara y al menos sirviera para dejar en firme un fututo heredero para su reino. Así que tomando cartas en el asunto, el rey obligó a su hijo Felipe a visitar todas las casas de su reino en las que vivieran muchachas casaderas que estuvieran entre los dieciséis y los veinte años de edad. Una clara mañana el príncipe llegó a puertas de la casa de Cenicienta, que como se sabe, vivía con su cruel madrastra y sus dos inútiles hermanastras. Aquellas mujeres sólo se ocupaban de engalanarse y vestirse guapas diariamente. Nadie dice que fueran realmente feas, al contrario, eran chicas hermosas, cuyos rasgos se resaltaban bajo los trazos del colorete, las largas pestañas rizadas y los ojos delineados, y sus cuerpos lucían perfectos en los bellos vestidos con escotes reveladores. Cenicienta abrió la puerta al príncipe y lo invitó a pasar y sentarse, recibiendo apenas de él una sencilla mirada y unas desganadas “gracias”. Mientras sus hermanastras se arreglaban para deslumbrar al joven, Cenicienta se vio en la necesidad de barrer, limpiar el piso y pasar frente al príncipe con los montones de ropa sucia que debía lavar en las afueras de su casa junto al río. El príncipe no la notó, pero quedó deslumbrado con el arreglo formidable de las hermanas a quienes prometió visitar al día siguiente. La siguiente mañana las hermanastras pusieron mayor empeño aún en sus galas y se tardaron más tiempo en atender al príncipe que el día anterior. Mientras tanto, el príncipe posó, sin apenas notarlo, sus ojos en la bamboleante cadera de Cenicienta, en sus brazos de movimiento firme y en el desnudo cuello humedecido por el sudor, mientras ella iba y venía con el cepillo sobre el piso y el rostro jadeante. La siguiente semana el príncipe no supo bien por qué se empeñaba en visitar aquella casa donde lo único que veía era a esa muchacha con las faldas recogidas mientras pasaba los paños húmedos por el piso. Tampoco sabía bien, el príncipe, por qué no podía apartar de su pensamiento la cara sonrosada y sudorosa que opacaba incluso los hermosos rostros maquillados de las hermanastras. Luego de tres semanas el príncipe se permitió preguntarle a Cenicienta si acaso él podía ayudarla, mientras esperaba a sus hermanas, a llevar la ropa al río para que se le hiciera menos pesado el trabajo. Ella le dijo “sí” con los ojos brillantes. Al llegar al río el príncipe se sentó en la orilla. Cenicienta le pidió que se quitara las botas y sumergiera los pies en el agua, él así lo hizo y disfrutó del sol matutino junto a la vista de los pájaros, los árboles en la orilla y el suave deslizar del agua. Y disfrutó además del espectáculo que ofrecía la chica lavando la ropa. Todo lo que el príncipe anhelaba parecía encontrarlo al visitar aquella casa. Y entonces las hermanastras comenzaron a preguntarse por qué el príncipe finalmente no se decidía por alguna de ellas dos y le pedía matrimonio. La madrastra entonces resolvió preparar una celada al príncipe distraído y aquel día cuando llegó, le pidió a Cenicienta que le sirviera café al invitado mientras ella recreaba una entrada triunfal para sus bellas hijas frente al supuesto interesado. Cual sería la sorpresa de la madrastra cuando notó que los ojos del príncipe no se separaban de Cenicienta mientras ella le ofrecía , sonriente, el café. Comprendiendo de pronto la atracción del príncipe hacia Cenicienta la madrastra urgió un plan para acabar de raíz con el mal asunto y aquella noche se llevó a Cenicienta a la casa de un turco y se la vendió como esclava. Al día siguiente cuando el príncipe se vio obligado a hacer la visita a las hermanastras tiesas, perfectas, bellas y perfumadas se aburrió como una ostra y llegó enfermo a su palacio. El rey se angustió luego de cuatro días de postración del príncipe por una supuesta enfermedad que ningún médico de su corte podía curar. Una noche, uno de los guardias del príncipe le escuchó hablar en sueños de la chica de la limpieza. El rey obligó a venir al castillo a todas las muchachas limpiadoras de su reino y las metió al cuarto del príncipe una por una, pero ninguna lograba que este recuperara la alegría perdida. Un buen día Felipe recordó que Cenicienta solía tejer sus propias sandalias a mano. Se hizo un edicto real mediante el cual se establecía que cada una de las muchachas del reino debía tejer una sandalia para el príncipe. No importaba si se trataba de una gran señora o de una esclava, era una orden real. Tres noches después llegó a manos del príncipe la tan recordada sandalia de Cenicienta, traída por un turco al cual hizo entrar ante su presencia. Este le confesó que aquella chica cabeza dura había logrado escapar de su casa porque no quería ser su esclava. Felipe sabía donde encontrarla. Bajo la luz de la luna se dirigió a su establo, ensilló su más bello corcel y se fue cabalgando hasta el río, donde a esa hora vio a una muchacha a la que conocía bien, sentada junto a la orilla y con un pie descalzo sumergido en el agua. El príncipe desmontó y se dirigió hacia ella, se agachó y calzó su pie con la sandalia, ella lo abrazó llorando y le dijo que sólo podría amarlo si se casaba con ella (Cenicienta era pobre, no estúpida) Y así fue, se casaron, se amaron y habrían sido perfectamente felices de no ser porque el palacio era aún un lugar mucho más grande para limpiar que la vieja mansión de su madrastra.