miércoles, 12 de septiembre de 2012

La Memoria del Árbol

Finalmente la edad alcanzó a mi padrino como el rayo al árbol del jardín, que golpeándole con todo su poder, le dejó mutilado como a un muñón, como a una araña desesperada cuyas patas de raíz profunda se aferraban a la tierra. Conocí al padrino durante la época en la que Felipe y yo solíamos ocultarnos en todas partes para descubrir nuestras propias partes ocultas y compartir el deseo sin límite de la adolescencia. Felipe solía aferrar sus miradas a mis largas trenzas de Rampunzel, hasta que encontró el valor de trepar por ellas y llegar hasta mi boca sedienta y beberse todos mis rincones húmedos. En una de aquellas avanzadas nos encontró el padrino en plena fuga por la pared del muro del lavadero, única salida segura y fuera de la vista del tropel de gente que venía a casa de Felipe junto a sus padres. Salida no tan segura luego de aterrizar del otro lado del jardín y darnos cuenta de que los ojos sombreados y profundos del padrino nos miraban con una sonrisa burlona. Ese día decidió preocuparse por mí, no por Felipe, su verdadero ahijado, a quien conocía lo suficiente como para describirle como a un alumno avezado, devorador de conocimientos y genio en el uso de la palabra, quien solía salir bien librado y con la frente en alto de toda prueba que le impusieran la vida o los entrometidos en ella. Se preocupó por mí y quiso darle un sentido útil a las ideas que se desparramaban junto a mis largos rizos negros. Así fue como al siguiente día me encontré con el padrino en el porche de su casa, sentado frente a una mesa baja repleta de libros y otros cuantos pergaminos regados a la altura en la que el suelo le permitiera disponer de ellos. Alzó sus ojos despejados y me miró alegremente, se contagiaba de mi ingenuidad tanto como yo me contagiaba de su pasión por los libros viejos. -¿Qué te gustaría leer?- Me preguntó en seco. -De todo- le dije en plena franqueza. Se levantó ágil, riendo, con esa risa suya tan corta y tan pegajosa, que se fijaba como la miel en la boca y en los dedos –Por supuesto- respondió. Se desperezó, bajito, como los gatos, se abrió paso entre los documentos que llenan al mundo de sabiduría y me invitó a pasar al salón de su casa. Al entrar nos envolvieron por igual la oscuridad del recinto y el olor a guardado de multitud de libros que se apiñaban y luchaban por destacarse entre las largas estanterías que poblaban la casa del padrino, la sala, los pasillos, los cuartos, el vestidor y hasta la entrada de los baños. No había yo podido imaginar ni en mis sueños más subrayados aquella estampa de vida imaginativa y penetrante que era capaz de envolverme todos los sentidos, la vista con sus carátulas, el oído con sus voces, el tacto con sus páginas cerradas, el olfato con sus hojas viejas y nuevas y el gusto por tragarme todo el conocimiento inmaterial del mundo. -Todo esto está a tu disposición, escoge lo que quieras- dijo y agregó – aunque yo comenzaría con esta colección de autores latinoamericanos tan olvidados al lado de los franceses- y me puso en las manos un grupo de cinco libritos viejos, gordos y encuadernados como los troncos tiznados de los abedules. Salimos de nuevo al sol y él a su trabajo. Llegué a casa de Felipe con mi tesoro, que rodó por el suelo de su cuarto mientras nosotros lo hacíamos en un enredo de sábanas y silencios sospechosos. En aquellos primeros libros encontré voces nuevas, selvas ignoradas por la humanidad, ríos desbordantes, palabras cargadas de significados nativos, caminos abiertos a fuerza de pura voluntad y machetazos, cielos despejados e inalcanzables. Así se me antojaba por entonces mi parte de esta América recién colonizada por mí y descubierta hace apenas unos quinientos años por la antigua historia. La casa de Felipe colindaba con la de su padrino, separada apenas por un riachuelo que serpenteaba cortando el verde por los jardines de ambas y cerca del cual Felipe y yo solíamos sentarnos (me sentaba yo con las piernas recogidas, él se acostaba en toda su extensión con la cabeza encima de mis piernas) y mirábamos el atardecer. Los ángeles venían a posarse entre los árboles del bosque en el jardín y sus voces apenas audibles susurraban mentiras encantadas que yo solía verter en los oídos de Felipe. Aquellos ángeles al entrar en las casas habitadas se transformaban en sombras que orientaban mis pensamientos y mis pasos y que en casa del padrino se transformaron en la estampa que sus hijos se acostumbraron a ver al encontrarme buscando libros entre los pasillos, sentada en el suelo hojeando documentos, encaramada en las sillas alcanzando textos, embutida en los sillones recubiertos con sábanas del salón, donde la esposa de mi padrino prohibía toda entrada y donde los ángeles compadecidos me ocultaban de sus ojos. Uno de aquellos ángeles se llamaba Carlitos. Era la cicatriz en el corazón del padrino y el dolor secreto de aquella casa. Yo lo encontré un día, cuando buscaba libros de poesía y sueños. Una mano suave me condujo a un ejemplar pequeño, encuadernado de azul, revestido de hojas blanquísimas, cuyas letras exteriores titulaban la obra “Más allá de los espectros”. Su voz cautivó mis sentidos tanto como lo había hecho la casa de su padre. De haber conocido a Carlitos habría visto a un muchacho mayor que yo, silencioso, con una genialidad sorprendente para tocar el piano y una sensibilidad extraordinaria para entender los avatares de la existencia mundana tanto como los azarosos contra telones del teatro, la ópera y las tragedias griegas. Carlitos tenía además una pasmosa intuición para los idiomas, en especial para las lenguas muertas, aquellas que sólo algunos (entre ellos aquel ángel) tenían la potestad de hablar luego de haberse dejado de escuchar en este mundo. Luego de su muerte, el padrino se dedicó con paciencia de padre herido a recolectar la obra precoz de su hijo, quien había dejado su voz de poeta en las carátulas de los discos, los porta vasos de papel del cafetín de la universidad, las servilletas de los cumpleaños, los cuadernos de sus tareas, los infinitos papelitos regados por todos los cuartos y las últimas páginas de sus libros favoritos. La voz de Carlitos resonaba con insistencia desconsolada entre los muros de la casa y años después se llevó consigo la vida de su hermano Roberto, sellando para siempre la agonía en el corazón de mi padrino. Felipe acostumbraba preguntarme por las incursiones que mi ávida curiosidad me obligaba a llevar a cabo entre los libros, y algunas veces se mostraba celoso ante la idea de no encontrarme en las tardes entre los límites tendidos por sus redes de amante inicial. Yo era su hada desobediente y tenía por costumbre alargar hasta más allá de sus términos su interés creciente por mí para incluirlo en mis paseos por entre el mágico mundo sombreado de mis afectos. He de reconocer que de no haber sido por Felipe se habrían negado a mi alma los sabores más simples del que hacer cotidiano. Felipe amansaba con sus largos dedos de sabio al lobo estepario que aullaba sin cesar en medio de mi pecho y conseguía hacerlo dormir a fuerza de descubrir mis habilidades de piel inédita, el desplome de mi cabello oscuro sobre su espalda, y el centro mismo de mis deseos más ocultos. Luego se levantaba como león triunfante sobre mi cuerpo dominado y lanzaba al mundo su rugido de dueño y señor de todas mis tierras. A toda la familia le parecía que muy en el fondo Felipe y yo congeniábamos en nuestras diferencias. A mi me encantaba verlo romper en su corazón y en su mente las barreras que le imponía a su conducta su recto proceder y su organización metódica, y mientras Felipe se movía con seguridad prodigiosa en el mundo de los adultos, yo me divertía descubriéndole escondido junto a mí bajo la cama de su hermano mayor, saltando cercas y muros para ingresar como prófugo a su casa, descubriendo nuestros juegos de manos salpicadas en la sala del cine local, usando los pasillos para fugaces encuentros de luna de miel, y revoloteando juntos entre los cuartos vacíos mientras los demás celebraban cumpleaños o navidades. En aquellos encuentros coloreados por lo prohibido cualquiera hubiera podido descubrir lo extraño que parecía el cuarto de Felipe tan empeñadamente silencioso estando él adentro. Supongo que sería por este motivo, porque en sus ojos se veía lo que escondíamos juntos, por lo que su padrino decidió quererme tal como yo era, un descubrimiento trascendental en la vida de su ahijado, una línea divisoria entre lo que Felipe ambicionaba para si mismo y lo que deseaba recibir de la vida a cambio. Tras la revelación de mis primeras sensaciones de mujer anticipada, se manifestó ante mí, desnuda en toda su extensión, la atracción impúdica que ejercen las palabras escritas, cuyos significados, deseos y mensajes viajan inmortales en el tiempo y superan las ideas iniciales de su creador, emergiendo en nuevos mundos y pululando en mentes que hacen erupción luego de haber digerido sus recados. El padrino era un experto en el conocimiento imperecedero de las palabras, su mundo estaba cargado de amigos con tres mil años de diferencia, que se entendían en idiomas que ninguno hablaba, superando la torre de Babel y la muerte. Esos amigos habían escrito para él sus mensajes a través del tiempo en pergaminos que llegaban a sus manos. Los libros de mi padrino eran como botellas mensajeras recogidas del inmenso mar de las emociones y los deseos humanos. Él sabía cómo hacer bien su tarea y se encargaba de infiltrar dichos mensajes en cada mente nueva que se tropezaba en su camino, por eso se vio en la necesidad de fundar una facultad de literatura en nuestra ciudad- pueblo, que se pobló y aún se puebla de oídos hambrientos, caldo de cultivo para las ideas inmortales. Y allí estaba yo, no se por cual giro del destino, sentada en el sofá de la casa del padrino escuchando de su voz profunda el Cantar de los Cantares, escrito en la Biblia hace unos milenios y que él recitaba para mí como si ayer hubiera hablado con Salomón, aquel rey que empeñaba su vanidad en ser sabio. ¿Era sabio Salomón?- yo preguntaba y mi padrino reía, con su risa de hipo pegadiza.- Debió haber sido sabio porque en sus voces se escucha la felicidad- me decía él y yo replicaba – ¿Los sabios no son serios? ¿Que es primero, ser feliz o ser sabio?- con infinita paciencia mi padrino descubría ante mí las verdades crudas del día a día - ¿No es ser feliz el máximo tesoro? ¿Se puede ambicionar más felicidad luego de serlo? ¿Quien es mas sabio, el tonto que disfruta el mundo maravillosamente extendido a su alrededor o el sabio incapaz de sentir felicidad?- por entonces yo sólo intuía el significado del maravilloso legado de mi padrino, la elocuencia de sus sonrisas, la dulzura de sus palabras imperecederas. Mi padrino decía que los días se suceden unos a otros y los libros unos a otros también, parece que el mundo creado por las palabras es tan infinito como el tiempo. ¿Cuantos autores puede haber?-¿tenemos tiempo de leerlos a todos?- ¿No se repiten unas a otras las ideas?- ¿era posible que mi padrino encontrara respuesta a mis turbaciones?- Sólo te puedo contestar- decía él con su entendimiento curtido- que el raciocinio aprende a ser finito, el cerebro pone límites a su capacidad, pero el corazón no los impone, el amor crece de manera infinita, aun el amor por el conocimiento, que nos vuelve intuitivos para entenderlo-… Por aquel tiempo también entendí el concepto del amor infinito, ese que toca la esencia real de lo que somos. Una vez que se exhibe ante la ventana del alma ya no se puede vivir sin él, o mejor dicho, se dedica a pintar a su modo todas las actuaciones de nuestra vida. Y la vida y el pensamiento no vuelven nunca la vista atrás. El amor infinito aparece en un segundo, un mínimo instante en el que se vislumbra su alcance, en el que se produce la muerte de un yo anterior. Algunos afortunados logran plasmarlo en papel, en música, en colores o en palabras. En ese momento el arte se transforma en belleza, en perfección perdurable. Yo era todo oídos a las conjeturas de mi padrino. El discernimiento perenne nos encuentra un día habiendo tropezado con nosotros por casualidad, y en su instante de revelación somos testigos de lo infalible, del destino aún no escrito, de lo involuntariamente puesto por delante. Así fue como pude ponerle nombre a mi relación con Felipe. Al principio era todo manos, mi blusa abierta, los senos atrapados in fraganti, el bálsamo de la humedad recién estrenada, pero de pronto mi vientre confuso, la respiración ahogada y nuestros dedos versados, lo convirtieron en una dimensión que extrajo el centro de mi avidez clandestina y la expulsó fuera de mi cuerpo, detrás de mis amparos, intoxicándome ante la idea de transgredir la muerte, donde lo único que podía alcanzarme era tragado por una eternidad inconfesable. Ese día Felipe y yo jugábamos en el patio de las guayabas de su abuela, corríamos bajo el sol de Marzo en un intento por ahuyentar falsamente nuestra impaciencia mutua, nos rociamos las manos y la piel con frutos desparramados y una manguera de agua abierta. En un momento inadvertido entramos a toda fuerza en la casita oscura de bahareque y carrizo de la abuelita en medio del jardín, nuestra respiración entrecortada nos advirtió que el sitio se hallaba vacío. El juego continuó cuando empezamos a tirar alegremente de nuestras ropas, seguimos lanzándonos las frutas ahora envueltas entre los zapatos y las franelas mojadas. El juego se detuvo cuando nos miramos a los ojos. En los ojos melados de Felipe descubrí lo inexplicable. Él se acercó a mí y terminó de quitarme lo que quedaba de mis prendas, traté de protegerme visiblemente, él se detuvo. Sonreí al mirar sus ojos suplicantes. La sonrisa rompió sus barreras y descubrí que había cedido mi terreno, nos batimos en un duelo diáfano, no quedaba ni un sólo centímetro de nuestras pieles fuera del alcance de la imaginación de las manos, no se desperdició ni uno sólo de mis quejidos, no hubo un único lugar donde la curiosidad de Felipe no encontrara su consuelo. El vértigo se apoderó de mí con un sentimiento de abandono por lo que estaba haciendo posible, pero no hubo vuelta atrás, el vértigo cómplice me llevó más lejos de mis deseos infantiles y me mostró de frente el tiempo que me quedaba de vida. Fui sorprendida por la zozobra inexorable de revelar el secreto más oculto en el corazón de Felipe. Por unos instantes finales me transformé en la dueña absoluta del poder de detener el tiempo y dejar intactos el silencio que nos envolvía, la quietud de todo lo que nos rodeaba, el sol diminuto entrando por la ventana, los muebles insinuados y el aire oscuro del cuarto cerrado. Cuando lo conocí, el padrino se dedicaba a vivir a plenitud cada instante en el que podía reconocer un vocablo, un sentimiento o un pensamiento, y para lograr su cometido había transformado su casa en el sacro recinto de la sabiduría y el jardín amplio de su vivienda en un santuario donde estallaba la vida. Cuando salía al edén- jardín de sus terrenos, el padrino se transformaba en una especie de San Francisco de Asís moderno, no hablaba con sus pájaros, ovejas, peces, ni perros delante de mí, pero yo sospechaba que entre todos se entendían muy bien, ya que todos acudían a verlo cuando el se les acercaba, incluso Felipe y yo solíamos agitarnos, envueltos en sendos uniformes azules con camisas beige, cuando nos hallábamos próximos a su presencia. Tanto como a los seres animados, mi padrino amaba a los árboles, sus mejores ideas (según él) le venían a la mente como frutos caídos de sus árboles, como la especulativa manzana que golpeó en la cabeza a Newton dándole origen a su teoría de la gravedad; así flotaban en el jardín las ideas naturales de mi padrino, se colgaban de los árboles, se diluían en la mirada de sus amados perros, se escurrían por entre el estanque de los nenúfares y poblaban los espejismos de su alma. Y así las encontré yo, claras y expresivas, mostrándose al alcance de mi mano entre las hojas, en el sonido de la lluvia, burlándose de los peces en el agua, haciéndome guiños desde los ojos de Felipe. Era imposible escapar a las ideas gritonas que me llamaban desde los lugares más recónditos y que mi padrino comenzó a enseñarme sin que siquiera yo pareciera darme cuenta exacta de lo que hacia o él pareciera sentirse afectado por ello. Al principio sus enseñanzas se confundían con los diáfanos colores de los días soleados, o los tristes grises de los días lluviosos, pero de pronto, derramándose como el agua al caer del vaso, las tonalidades comenzaron a aparecer vestidas de símiles donde yo identificaba a los recuerdos como hermanos que caminan a nuestro lado con las cabezas gachas, a los árboles como los amigos que siempre escuchan, jamás interrumpen y nunca abandonan, al cansancio de las viejas colinas bajo el sol, a la luz como la extensión blanca que rompe el azul enamorado del cielo, al tiempo que llora la muerte del paisaje entrañable, al amor como el casi imperceptible estremecimiento que llevan las ramas empapadas de savia encendida, a la paz como el único aire universal que respiramos todos. Felipe se reía de mis elucubraciones diarias posteriores a las reuniones con su padrino. Se reía y su risa era como la música que coloreaba mis sentidos y me hacia reaccionar con palabras y juegos que solían sorprenderme y sorprendernos juntos en apretados abrazos cargados de sol y grama verde que terminaban zurcidos a nuestra piel y se asomaban luego en la penumbra de las noches. No era posible saber cómo tanta luz no despertaba a quienes compartían nuestras casas. Cuando finalmente me despedí de él, mi padrino profesaba la humana necesidad de ser tocado, no sabía entonces si su mundo era real o acaso habría ya dejado la vida a un lado. Aún destilaba sencillez y sabiduría en sus pasos cortos, en sus pensamientos congestionados. Aún se deslizaba entre sus pasillos rebosantes de libros, entre sus muebles tumefactos de tantas ideas. Dejó su espíritu entre los papeles que plasmaron pensamientos en otros corazones humanos, incluido el mío, que nació latiendo pero aprendió a palpitar entre los jardines y los sueños de la casa protectora de mi padrino.

2 comentarios:

  1. No tengo elementos de juicio suficientes para lanzarme a un comentario sin antes haber leído con calma este relato.
    Sinembargo, de una lectura somera, pinta muy bien. (¡Y está muy bien escrito, ciertamente!)

    Saludos, Iholanda

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  2. http://ahorrandoencrisis.blogspot.com.es/ estoy intentando lanzar este blog para ayudar a la gente que lo necesita :)
    pd: gran blog y mucha suerte :)

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